Fuente del cocodrilo de Stalingrado. Enmmanuil Evzerijin, 1942
En su libro El uso de las ruinas, Jean Yves Jouannais nos relata un suceso bélico que se relaciona con la constante agresión colectiva a la cultura. Nos lo presenta como una metáfora de lo prescindible y de la fragilidad del saber acumulado y que, al mismo tiempo, permite lecturas insospechadas.
La biblioteca de la Holland House en ruinas tras un ataque aéreo alemán. Londres, 1940.
En este caso, se apoya en una fotografía que refleja la biblioteca de la señorial mansión de la Holland House en el selecto barrio londinense de Kensington, destruida parcialmente como consecuencia de uno de los bombardeos alemanes de la ciudad ocurridos durante la 2ª Guerra Mundial. Podemos observar que tras el ataque la mayor parte de los libros atesorados permanecen intactos. En ese momento posterior, entre la bruma, con la estancia abierta hacia los cielos y la acción de atmosférica, un grupo de caballeros abrigados y con sombrero observan las estanterías y extraen algunos ejemplares que les llaman la atención.
En la imagen, uno de ellos se nos muestra absorto en la lectura de un ejemplar cuidadosamente encuadernado. Se trata de Peter J. Bibring, adjunto al conservador jefe de las bibliotecas de la ciudad, y del que, según Jouannais, conocemos su identidad porque ha dejado relatado ese momento enigmático y sorprendente en unas memorias publicadas tiempo después. Al parecer, el libro entre sus manos es una copia de las Historias de Polibio. Bibring se ha detenido en la lectura del capítulo sobre las andanzas de Escipión en Hispania. Expresamente, le llama la atención la descripción de la conquista de la ciudad de Ilurgia y el exterminio de sus habitantes para dar paso a su destrucción masiva por el fuego. Una coincidencia que le lleva a pensar en su situación concreta como un momento de iluminación absoluta e impredecible. Así lo explica el bibliotecario Bibring:
Me vi, me sentí como un pescador en alta mar que, mientras faena con un dominio de su oficio que le pone al abrigo de toda sorpresa, iza una mañana sus redes con una facilidad que hace presagiar su mala fortuna, un pescador cuyo trajinar, sin embargo, no se deja influir maquinalmente por la tristeza y que, de pronto, en el puente de su trainera, descubre, no sin asombro, algo de lo que nada de lo conocido con anterioridad, incluidas las generaciones que le han precedido, podría permitirle hacerse una idea. Se trata evidentemente de un ser vivo. Reluce y salta, traslúcido como una pleura asténica. El pescador que ha sacado de las aguas todo cuanto el océano puede esconder en materia de seres vivos, que sabe reconocer cada una de las especies, los géneros, y las subfamilias de peces, descubre allí una criatura ciega de las fosas abisales que es el primero en observar y que nadie, en el futuro, verá ya. Esta quimera de carne de color cerúleo, enroscada en el fondo de una noche de diez mil metros de espesor, él hay sacado a la luz de un sol que no ha aprendido a proyectar su sombra, en un mundo que excluye su vida sin darle un nombre. Él la observa mientras se asfixia en medio del líquido ruido, cada vez más lánguido, de su piel escamosa. Al punto todo cuanto el viejo pescador sabe del Universo y de la Historia se ve ganado por el misterio. Esto es lo que yo sentí cuando manipulaba aquel libro como si aquella cosa no hubiese existido antes de mí, antes de aquel instante: que nadie más que yo tendría un encuentro semejante hasta un futuro de lo más remoto.
Peter Bribing se extasía ante la comprobación de la destrucción recurrente que acompaña la historia del hombre sobre la tierra. Es la continua construcción y deconstrucción de los lugares que habitamos como consecuencia de las guerras y de las pasiones de nuestros congéneres. Los edificios, las murallas y las riquezas son elementos que deben ser transformados constantemente debido a la voluntad e intransigencia de los que detentan el poder.
Sin embargo, algo permanece indestructible porque se asienta en una inmaterialidad que es imposible de lograr que desaparezca totalmente. Las ideas son libres y se sitúan en un plano inasible. Aquí, la arquitectura considerada como obra material ha dejado de tener importancia, sus piezas edificadas son hechos contingentes, sustituibles. Lo importante es el saber acumulado en los libros, algo que ha permitido el avance colectivo de la humanidad a lo largo de los milenios. Ese logos colectivo es lo que nos distingue como especie frente a otros animales y, al mismo tiempo nos hace tan peligrosos.
Teniendo en cuenta lo anterior, resulta ridículo ese afán religioso de muchos de nuestros contemporáneos en la conservación de las ruinas, exhaustiva y a toda costa. Unas reliquias que, en ausencia de otros objetos de culto, parecen esenciales para muchos. En ausencia de religiones creíbles, cualquier sustituto puede ser eficaz para dar sentido a la existencia.
En el siglo XXI, parece que estuviéramos condenados a habitar las ruinas de nuestro pasado.
Espacio de la biblioteca de Holland House, Kensington. John Benjamín Stone, 1907
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