Microtopografías

 Por Federico García Barba


Descripción del patrimonio físico del Circondorio Empolese Vald’Elsa, Siena. Massimo Carta, 1997

La base característica del territorio en un lugar concreto consiste en una disposición singular de la corteza terrestre resultado de la acción geológica. Planicies, llanuras, montañas, colinas y cauces definen una amalgama de hechos geográficos que establecen la forma particular de un espacio territorial concreto. Esas condiciones topográficas suelen ser los elementos esenciales que pautan de una manera determinada la disposición de la arquitectura y el urbanismo.

Bajo determinadas claves los elementos topográficos establecen el carácter inherente a los lugares. En el caso de la arquitectura, esas microtopografías concretas han sido determinantes para la implantación específica de los edificios. También los pliegues del terreno tienen una importancia decisiva en la organización de las agrupaciones de viviendas y el diseño de la red viaria. La forma topográfica del suelo es una condición inherente que pauta el origen de la arquitectura y el urbanismo.

La identificación de esas peculiaridades morfológicas específicas en cada lugar, allí donde se producen esas discontinuidades topográficas, es una tarea esencial para entender como se ha generado el proceso de establecimiento humano, cuáles han sido las condiciones que han pautado la evolución de los asentamientos poblacionales, del desarrollo paulatino de la urbanización.


Vista del monte Fuji desde Suruga-cho. Grabado Ukiyo-E de Sekkyö Sawa, s. XVIII

La discontinuidad topográfica más evidente es la que delimita la línea de la costa. Un lugar de encuentro entre la tierra y el mar con sus posibles variaciones topográficas, playas tendidas, acantilados, cabos, ensenadas, etc. El establecimiento de puertos asequibles a lo largo de la línea de costa ha estado muy condicionado históricamente por la disponibilidad de ensenadas, localizaciones favorables para el abrigo de las embarcaciones y de espacio para producir la transición más sencilla y segura entre el mar y la tierra.

Los cursos de agua son otro pliegue del terreno que se extiende desde el mar hacia el interior de las superficies secas a través de los cauces de ríos y barrancos. La acción erosiva define las hendiduras que han sido plasmadas durante eones por el transcurso de las aguas; son pliegues fruto de la dinámica, que establecen unos primeros patrones en la subdivisión territorial. Los cauces dividen la superficie accesible en ámbitos diferenciados, mediante grietas más o menos profundas de las superficies volcánicas originarias. Son líneas en el terreno que se presentan con mayor o menor potencia desde cañones y ríos caudalosos, a barrancos y hasta pequeños arroyos, que han ido definiendo el drenaje completo del espacio geográfico y, a la vez, segmentando los lugares en distintas superficies accesibles.

La agrupación de plegamientos del terreno suelen producir los macizos montañosos, que acaban estableciendo ámbitos de difícil accesibilidad que dividen a gran escala el territorio. Otras arrugas superficiales de la topografía son menos evidentes y establecen diferencias sutiles en la apreciación de la geografía de los lugares. Por ejemplo, el cambio de pendiente en las bases colinares o montañosas es una de estas discontinuidades. Esos espacios de transición topográfica suelen ser muy propicios para el asentamiento humano porque ofrecen una mayor riqueza de elementos naturales utilizables. El paisaje puede tener también hitos específicos que ofrecen una caracterización singular como ocurre con las montañas aisladas y volcanes más visibles en la distancia. Son piezas aisladas que nos recuerdan los orígenes geológicos más antiguos y que constituyen hitos referenciales básicos para la orientación paisajística y territorial.

A los efectos de la arquitectura y el urbanismo, todos estos elementos singulares segmentan los espacios geográficos primigenios en dos tipos básicos: el valle que tiende a la horizontalidad y los promontorios que establecen los ámbitos más inaccesibles y dificultosos para la colonización humana. La traza divisoria de estos dos sectores básicos, allí donde se puede detectar con claridad el cambio de pendientes, es una línea singular y esencial para conocer los límites para el despliegue de los asentamientos.

Tradicionalmente, ahí en estos espacios límite entre las planicies y las colinas, ha existido siempre una apetencia para la localización de las piezas edificadas. Son enclaves que se caracterizan por determinadas condiciones naturales favorables que fueron buscadas con asiduidad por los primitivos colonizadores. El resguardo frente a los vientos fríos del norte y el acceso sencillo al agua y la abundante presencia de arbolado que otorga una fuente importante de recursos son características que favorecen la implantación de edificaciones y enclaves residenciales. De acuerdo a ello, el grupo de edificios primitivo se situaba en ese espacio transicional, en el inicio de las faldas de montes y colinas a los que se ha solido considerar como un abrigo, situado detrás hacia el norte y el este. Al mismo tiempo, las planicies vecinas, generalmente situadas al sur frente al asentamiento, se reservaban para la práctica de una agricultura escalable que fuera dotando de sustento a la población en crecimiento.

Por ello, el análisis de estas condiciones microtopográficas se ha ejercido siempre en las muy diversas culturas desplegadas en el hemisferio norte. Y debido a ello, la localización recurrente de los asentamientos primigenios ha tenido numerosas similitudes. Han sido estrategias de colonización intuitivas que han acabado plasmándose en todo tipo de recomendaciones y manuales.

Desde Grecia y Roma, la determinación específica del “Genius Loci” era esencial para aceptar una localización concreta en la implantación de los campamentos militares y la fundación de nuevas ciudades. Algo que está también en la base de la tradición china del “Feng Shui” inspirada en la sabiduría confuciana. Como ocurre también con las Leyes de Indias dictadas por Felipe II y que, en realidad, son una recopilación de numerosos consejos y criterios tenidos en cuenta a lo largo de los siglos en los que tuvo lugar la reconquista cristiana de la península ibérica culminada a comienzos del siglo XVI.

Plan esquemático de un Castrum Romanun, a partir de un dibujo existente en la Abadía de Sanit Gallen. Copia de Walter Horn y Ernest Born, 1975

Según nos cuenta Joseph Rikwert en su obra de 1988 The idea of a town, en la civilización romana, para la práctica de las fundaciones de campamentos y ciudades era esencial una buena disposición respecto a las condiciones que ofrecían los distintos territorios que sus legiones iban conquistando. En ese análisis de los lugares, los ingenieros militares romanos, aquellos que ejercían la misión de establecer el emplazamiento más apropiado del castrum, tenían como tarea esencial y primera la de precisar el punto central del nuevo asentamiento. El conocido como umbilicus o ombligo del campamento, era un elemento fundamental del que partiría la geometría de ese nuevo asentamiento y también de la futura ciudad. Un punto en el que se iba a establecer la confluencia entre los cielos y la tierra y que era necesario proteger y pedir el asentimiento de los dioses responsables. La disposición de ese “ombligo” que definía el nacimiento de una nueva ciudad, partía de una observación precisa de las condiciones del territorio, de la inspección y evaluación microtopográfica, del recorrido del sol sobre la bóveda celeste, de la acción de los vientos, etc. Tras definir el centro, para los romanos era esencial establecer el límite del recinto a urbanizar. Ese borde, llamado pomerum, se labraba a una distancia calculada adecuadamente del umbilicus elegido. Ese pomerum era en una primera instancia como un surco delimitador del espacio interior abarcable, que luego se ampliaría para la formación de un foso y empalizada o muralla. El carácter religioso y ritual del umbilicus tenía una importancia decisiva como fundamento del nuevo asentamiento y en el establecimiento de las geometrías adecuadas. En sus proximidades se establecían unas pequeñas cámaras enterradas, o mundus, sobre las que se colocaba una piedra destinada a albergar el fuego sagrado que, en el futuro, no debería apagarse como garantía de la viabilidad a largo plazo de la implantación. Por ello, en sus proximidades se habilitaría posteriormente el templo consagrado a propiciar la  fortuna de la comunidad en desarrollo. En las cámaras del mundus se depositaban ofrendas tanto destinadas a los dioses del averno como a aquellos otros que habitan los cielos. Así la nueva urbe quedaría conectada convenientemente con el universo circundante. Allí, en el praetorium, estaría también la tienda del comandante del ejército. Un último paso fundacional sería el establecimiento de las dos vías principales convergentes en el centro: el decumanus maximus y el cardus maximus. Siempre ordenadas perpendicularmente para converger en el umbilicus, ambas vías principales dividían al campamento primero en cuatro cuadrantes con dimensiones precisas en las que se colocarían las tropas de acuerdo a su rango y posición, un ritual que se repetiría con sorprendente regularidad durante el proceso de expansión de la civilización romana por Europa, África y Asia. Y del cual quedan numerosos ejemplos y restos a lo largo de todo el mundo mediterráneo. La implantación de estos elementos de regularización era prueba del sucesivo nacimiento de Roma en los extremos móviles de la expansión imperial.


Tori del santuario de Hakone en el borde del lago Ashi junto al monte Fuji

En el Japón feudal era muy habitual la realización de este tipo de análisis microtopográficos. El Shinto es una religión en la que los espíritus o “Kamis” que habitan los lugares tienen una importancia primoridial en la suerte futura de las personas y sus haciendas. Para ellos, el poder implícito en los lugares se encuentra en sus arrugas y pliegues, propicios espacios dispuestos para su fermentación. Unos lugares habitados además por una multitud de espíritus que deben honrarse como garantía de la futura prosperidad de los que han llegado para ocupar sus proximidades. Según explica Ishige Naomichi en su libro “Estudios antropológicos sobre ambiente y cultura”, para los japoneses, el ambiente ideal en el que vivir “es un lugar que ofrece vistas lejanas de belleza paisajística, abundante vegetación en el entorno con árboles frondosos y plantas que florecen en el esplendor de la primavera, pájaros y otros animales que se acercan y acompañan y donde el agua y el alimento que se obtiene es excelente”. Para los japoneses del pasado, la transición hacia una ladera en pendiente era un borde limitante, una frontera entre dos mundos en las que se fueron situando numerosos santuarios dedicados a los kami presentes. Todos ellos tras sus característicos Torii o puertas de madera teñidas de rojo.