Visitando Kioto

Por Federico García Barba

El Pabellón Dorado del Kinkaku-ji al pie del estanque con el paisaje de las montañas de Kitayama

De alguna manera, los ecos del Pabellón Dorado de Kioto han llegado hasta muchos de nosotros. Durante años, has oído hablar de la sofisticación y la belleza de la cultura tradicional japonesa y esa pieza de arquitectura paisajística es uno de sus exponentes más cualificados.

Desde la lejanía Japón aparece como un territorio mítico caracterizado por una cultura peculiar que sigue anclada en un pasado delicado y en sutil de comunión con la naturaleza. Sin embargo, las ciudades japonesas actuales han desterrado radicalmente los vestigios de ese pasado, a excepción de los increíbles jardines y los grandes monumentos religiosos y conmemorativos. Hoy la ciudad japonesa, de las que Tokio es su exponente más significado, es un abigarrado amasijo de centralidades formadas por edificios recubiertos de reclamos publicitarios que se articulan por una densísima red viaria y ferroviaria. El espacio público allí está colapsado por multitudes que circulan rápidamente con una gran disciplina y consciencia cívica.

Frente a la idea de un país de ciudades repletas de tradiciones distintivas que se despliegan por lugares recoletos, cuando se llega a Kioto pareciera que te adentras en un futuro indescriptible. El gran hall de la estación central de trenes es un espacio piranesiano que asombra por su tamaño y su despliegue tecnológico de bóvedas metálicas a gran altura. Para llegar al Templo del Pabellón Dorado, abordarás un autobús repleto de turistas que recorre la ciudad en dirección a su extremo montañoso al norte. Las calles y avenidas son una sucesión  de casas anodinas alineadas que más parecen salir de una película escenificada en un Downtown del medio oeste norteamericano. Tras un trayecto de 30 minutos, se llega al recinto del templo y te adentrarás en una gran avenida bajo la sombra de espesos árboles que conduce a las taquillas donde cientos de personas hacen cola para adquirir una entrada. A 400 yenes por visitante, el templo es una auténtica máquina de recaudación turística, por la que circulan cientos de miles de personas cada año.

Finalmente, después de otro breve recorrido acompañado por una abigarrado grupo de turistas chinos, norteamericanos y procedentes de otros numerosos lugares del mundo, te asomarás al borde del estanque que enmarca al coqueto y sofisticado pabellón. Allí deberás luchar para poder hacer esa foto emblemática que atestiguará tu visita y que podrás mostrar a tus próximos. Tras ello, recorrerás el margen de la laguna aproximándote al edificio sin llegar a entrar en el mismo. Todo está muy controlado y pautado para atenuar el deterioro que supone el paso de esa masa inmensa de personas que lo visitan cada día. Finalmente, te adentrarás en un pequeño bosque recubierto de musgo para mediante un pequeño rodeo volver al punto de entrada al recinto eso es todo.

El visitante perplejo se preguntará por el sentido de su experiencia en el lugar más allá del asombro ante la belleza encapsulada en el lugar y de la que el pequeño edificio dorado es su punto focal. Lo curioso es que muy pocos se preguntan cuál ha sido su origen y significado más allá de unas breves pinceladas históricas que se incorporan al folleto que ofrece con la entrada en la que se hace referencia a su promotor allá por el siglo XIV.

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El Pabellón Dorado de Kioto. en Arquiscopio PENSAMIENTO

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