A propósito de Gaudí.
Por Óscar Tenreiro
Un tramo del famoso banco del parque Güell de Barcelona. Antoni Gaudí, 1926. Imagen: Federico García Barba
I
Saber de Antonio Gaudí y su obra es de simple lógica para cualquier estudiante de arquitectura. Lo fue para mí y mis compañeros gracias a fotos de revistas y libros o reproducciones de dibujos. Las reacciones ante lo que veíamos eran variadas, siendo bastante común que uno se sintiera como observador distante. Fue mi caso. Me parecía que se trataba de algo ajeno a mi capacidad de comprensión. Es probable que una de las personas que me dio las primeras noticias de esa arquitectura extraña haya sido Federico Manzano, compañero de estudios (ya fallecido) nacido en España, de fuerte acento castellano, excelente dibujante (sus dibujos de las estatuas griegas eran como construidos a base de volúmenes y deleitaban a Charles Ventrillon nuestro profesor) que hacía cosas gaudianas en sus ejercicios de diseño arquitectónico. Cosas que a mí no me gustaban, como confieso que tampoco me gustaba lo que había llegado a nosotros de la obra del gran maestro catalán. No entendía el por qué de ese permanente desafío al ángulo recto, la obsesión por la sinuosidad y el abigarramiento que fue característico del modernismo catalán.
Mi distancia era ignorancia. No me había siquiera asomado al mundo cultural que a comienzos del siglo veinte había impulsado en toda Europa esa búsqueda formal, ese modo de hacer las cosas que en Cataluña había adquirido fisonomía particular, radicalmente diferente al que había cristalizado en el Movimiento Moderno y, guerra de por medio, llegaba hasta nosotros ya en segunda generación para modelar nuestras preferencias.
Y además no había podido nunca recorrer esa arquitectura ni conocía a nadie que lo hubiera hecho para darme noticias de su impresión.
Apunte del espacio interior del Palacio Güell de Antoni Gaudi. Dibujo de Óscar Tenreiro
II
Para entender, pues, debía superar dos obstáculos: el cultural y el geográfico. Todo lo cual me diferenciaba de mi compañero Manzano. Porque para un español, Gaudí y su arquitectura forman parte de un espacio propio, (más allá de separatismos).
No lo sabía entonces con la seguridad de ahora: Para valorar una arquitectura, para comprenderla en todos los sentidos hay que conocer el contexto cultural de donde surgió. Y hay que recorrerla, tocarla.
Lo comprendí tiempo después, ya cincuentón, cuando tuve la oportunidad de darme una vuelta por el Parque Güell. Ya estaba condicionado, sin embargo. Ningún arquitecto serio puede siquiera pensar que no le gusta Gaudí, y no necesariamente por serio pero sí por ser parte de la comunidad cultural que caracteriza la práctica de una disciplina, ya era admirador de Gaudí. Pero sin suficiente convicción. La adquirí esa mañana en el Parque, cuando observaba, sentado en uno de los bancos.
Me sedujo la presencia del constructor, de la mano del hombre, de la capacidad para hacer las cosas apoyándose en esa prodigiosa artesanía catalana, un fragmento mínimo de la cual hizo algunas cosas en nuestro país. Fue todo un encuentro. Hice algunos dibujos pequeños, hoy muestro uno. Y seguí el recorrido hacia la Sagrada Familia y las demás.
Una de las maquetas catenarias usadas por el arquitecto catalán para establecer la disposición de fuerzas estructurales en sus cubiertas para iglesias.
III
Ya lo he dicho aquí con otras palabras y vuelvo sobre ello: uno de los valores esenciales de la arquitectura está en su condición táctil, entendiendo por táctil su presencia como un objeto que es posible tocarlo pero también vivirlo. Es así, en su relación con el lugar, como adquiere su completo sentido. Más allá de lo aparente, de lo que muestra en abstracto la fotografía, el dibujo, o. incluso, de sus cualidades formales.
Y respecto a esto último no está demás destacar que en cierto modo la apreciación más superficial de la arquitectura sigue unida hoy a una suerte de deformación alimentada por su síntesis mediante la imagen dibujada o fotografiada, que lleva a sobrevalorar sus cualidades volumétricas, su representación, los aspectos estéticos de su reducción a lo bidimensional.
Y por ello, en la arquitectura actual se tiende a destacar como lo más valioso lo puramente visual, menospreciando la condición táctil. Molesta ese deseo permanente de nitidez y perfeccionismo que se ha convertido en requisito en la arquitectura de éxito de estos tiempos. Ese aspecto exento, frío, distante, que tienen ciertos interiores se viene denunciando por décadas; y si bien tiene relación con la afirmación de las claves estéticas que regirían la concepción del edificio, dejan fuera la vida. Y no hablo de la arquitectura del espectáculo, la de las grandes dimensiones, que se ha convertido en la villana del momento a manos de los críticos que quieren recoger velas desde que se declaró la crisis. Hablo también de los nuevos santos, de los que son candidatos a sustituir al star system ya un tanto envejecidos y sobre todo empalagosos (¡por Dios, ese centro Cultural de Zaha Hadid en Azerbaiyán!).
Fachada de la casa Milá en el Paseo de Gracia de Barcelona. Antoni Gaudí, 1910. Imagen: Federico García Barba
Y surge entonces como una cualidad especial la huella del hombre. Que se revela en la forma de construir. Con seguridad es eso lo que disparó en Le Corbusier la admiración hacia Gaudí, de la cual me enteré, sin comprenderla, es decir sin explicarme la razón, gracias a lo que publicó Antonio Granados Valdés en el número 3, de Julio de 1961, en la Revista Punto de nuestra Facultad de Arquitectura, de la cual conservo los primeros ejemplares.
He aquí un fragmento:
“Fue en 1928, bajo el signo del Concurso para el Palacio de la Sociedad de Naciones de Ginebra: se me había llamado para hacer una disertación en la Ciudad Universitaria de Madrid, sobre Arquitectura (de la que salió poco después el libro “Una Casa-Un Palacio”. Recibí en Madrid un telegrama firmado José-Luis Sert (a quien yo, entonces, no conocía), citándome a las 10 de la noche en la estación de Barcelona, escala del rápido Madrid-Port Bou, para que fuese, sin perder un minuto, a dar una conferencia en algún sitio de la ciudad. En la estación de Barcelona. me recibieron cinco o seis muchachos, todos de baja estatura pero llenos de fuego y energía. La conferencia se dio, improvisada… Al día siguiente fuimos a Sitges; en la carretera me intrigó una casa moderna: Gaudí. Y a la vuelta, en el Paseo de Gracia, atraían mi atención grandes inmuebles…; en el fondo, la Sagrada Familia…¡el acontecimiento Gaudí hacía su aparición! Tuve la osadía de poner en ello un vivo interés, encontrando en esas obras el capital emotivo del 1900. Aquel 1900 fue la época en que puse por vez primera la mirada en las cosas del arte, y he guardado siempre hacia ese tiempo un recuerdo emocionado. Arquitecto de la “caisse á savons” (las casas La Roche, Garches, Villa Savoie), mi actitud de entonces desorientó a mis amigos. ¿Antagonismo entre el 1.900 y la “caisse á savons”? Para mí ese conflicto no existía. Lo que vi en Barcelona -Gaudí- era la obra de un hombre de una fuerza, de una fe, de una capacidad técnica, extraordinarias, manifestada durante toda una vida de cantero; de un hombre que hacía tallar las piedras ante sus ojos sobre trazas verdaderamente muy pensadas. Gaudí es “el constructor” del 1900, el hombre de oficio, constructor en piedra, en hierro y en ladrillo. Su gloria aparece hoy visible en su propio país. Gaudí era un gran artista; sólo aquellos que conmueven el corazón sensible de los hombres quedan y quedarán. Pero habrán de verse muy maltratados en el curso del camino, incomprendidos o acusados de pecado a la moda del día. La arquitectura cuyo significado se evidencia cuando dominan elevadas intenciones, que triunfa de todos los problemas reunidos en la línea de fuego (estructura, economía, tecnicismo, utilización), gracias a la ilimitada preparación interior, la arquitectura es fruto del carácter, justamente eso: una manifestación de carácter. Permítaseme decir aquí cuanto quiero a Barcelona, ciudad admirable, ciudad viva, intensa; ese puerto de mar abierto al pasado y al porvenir.
París el 30 de Octubre de 1957″
El texto lo escribió Corbu en 1957 para un libro sobre Gaudí. Habla de cómo, ante la sorpresa de sus anfitriones catalanes que lo creían ajeno a ese mensaje, descubrió la arquitectura de Antonio Gaudí.
Una columna del Parque Güell, en Barcelona. Dibujo en lápiz 11×8 cm. Oscar Tenreiro, 1990
Este artículo ha aparecido publicado por primera vez en el blog Entre lo cierto y verdadero (oscartenreiro. com) el 10 de mayo de 2014