Oscar Tenreiro
Crítica publicada originalmente en el blog personal del autor “Entre lo cierto y verdadero“. 05/02/2017
Vista exterior de la Elb Philarmonie en su emplazamiento del barrio Hafen City de la ciudad de Hamburgo. Herzog&DeMeuron, 2017.
Se inauguró hace poco, el pasado 11 de Enero, de 2017, el más reciente edificio del estrellato: la Elbphilarmonie (La Filarmónica del Elba) de Hamburgo, diseñada por los arquitectos Jacques Herzog y Pierre De Meuron, edificio que es sin duda todo un espectáculo con un costo espectacular: poco menos de 1000 millones de dólares.
Y me parece imprescindible, debido al efecto que este tipo de edificaciones tiene como manifestación cultural que recorrerá el mundo en virtud no sólo de sus propios méritos sino por estar ubicado en uno de los países europeos de mayor importancia e influencia; me parece importante, repito, conocidas ya algunas de las particularidades del edificio, (para lo cual hemos recurrido a Internet como puede suponerse) preguntarse qué nos dice ese edificio como realidad construida y como manifestación de un modo de ver la arquitectura, a nosotros (hablo de los venezolanos), arquitectos inmersos en un contexto de atraso y ruina, de inestabilidad, de estancamiento, y sobretodo cruzado por ingentes contradicciones. Porque se trata de una especie de símbolo, como lo han venido calificando los altos representantes del gobierno de Hamburgo y de Alemania Federal, rango que lo pone en primer plano para el periodismo cultural y de entretenimiento. Y por supuesto y de modo muy importante, como ya lo ve el público adicto a la modernidad líquida, para usar el concepto acuñado por el recientemente fallecido Zygmut Bauman para designar el espacio que ocupan en el momento actual las redes sociales. Desde ellas se generalizan comentarios y likes de irresistible superficialidad, que lanzan a los cuatro vientos adjetivos que impactan todas las sensibilidades, en todas las situaciones, incluyendo la nuestra, pese a la crisis.
La Elb Philarmonie como condensador cultural. Esquema tridimensional explicativo de la organización espacial interior del edificio.
Hagamos de inicio algunas consideraciones generales que nos pueden ser de utilidad.
El ornamento dejó de ser delito en el pensamiento sobre arquitectura a raíz del debate posmodernista, el cual pese a todos sus equívocos o incluso perversidades ayudó a ampliar los límites de lo lícito para los arquitectos.
Lícito, para entendernos con un vocablo muy de moda, por ser lo políticamente correcto, lo que respeta un consenso de parte del establishment de la Arquitectura, hoy en día difícil de precisar: una suma de los puntos de vista de los sectores prestigiosos de la profesión, del mundo universitario, el de la Crítica y, con un peso decisivo, de lo que circula en el mundo editorial y los medios de comunicación. Puntos de vista que configuran, podríamos decir, la Academia de los nuevos tiempos, metamorfosis del cónclave excluyente de señorones imbuidos de una autoridad otorgada por las jerarquías políticas y sociales como lo era la Academia de Bellas Artes de la tradición francesa.
Hay hoy pues, una Academia Posmo que por su misma configuración natural no institucionalizada y globalizada gracias a la universalización de la información, es de forma imprecisa, funciona a partir del consenso derivado de la aceptación general, de una especie de masificación dominada por lo mediático, por lo periodístico, por la noticia, por lo que convence a todos, por la moda; desdeña lo que se produce fuera del consenso, lo que resiste. Es como una niebla que todo lo penetra, que está en todas partes y en ninguna a la vez. Características que la hacen mucho más difícil de enfrentar que aquella que suplantó.
Ese ambiente nebuloso facilitó algunas distorsiones importantes entre las cuales para efectos de lo que me interesa comentar en este texto resalto el resurgimiento de una Arquitectura ornamental. En efecto, la revalorización del ornamento como consecuencia de la aceptación de que todo esfuerzo por optimizar un diseño, tratando de conferirle atributos estéticos convincentes asociados a los criterios del diseñador y a las necesidades constructivas, es en definitiva un tipo de ornamentación, dio paso a una especie de goce indiscriminado y arrogante de su uso, hasta convertirlo en asunto distintivo del arquitecto individualmente considerado, a quien hoy, sin rubor alguno, se le identifica como una firma, se le asocia a una manera exclusiva, a un amaneramiento propio.
Panorama del puerto de Hamburgo visto desde la ventana abalconada de cristal laminado y extruido que define el lenguaje formal de las fachadas del edificio de la Elb Philarmonie.
Buena parte de la obra de Herzog y De Meuron se ha caracterizado en gran medida y precisamente en relación a lo que hablamos, por un hábil, inteligente y refinado manejo del ornamento. Ya desde sus primeros trabajos, buscaron crear, y lo hicieron muy bien, un lenguaje centrado en el recubrimiento del edificio con una piel adosada a él, protectora en algunos casos pero unificadora la mayor parte de las veces, que funciona como una envolvente. El ejemplo más característico de esos primeros pasos sería un pequeño edificio de viviendas en Basilea, recubierto de una cortina de hierro forjado en toda la superficie de su fachada urbana; pero a lo largo de su extensíma obra se pueden citar numerosos ejemplos de esa predilección. Muchos de sus edificios se muestran a la ciudad mediante una máscara, una vestidura, una coraza, un disfraz que los uniformiza, que los hace parecer unitarios, independientemente de sus características internas.
Con la Elbphilarmonie los arquitectos cedieron a esa misma recurrente tentación, como veremos luego de dedicar rápidamente un espacio a lo que el edificio encierra.
Considerando el emplazamiento y las restricciones que lo caracterizan, llama la atención que se haya decidido agrupar allí tantas cosas. Parece algo forzado, hasta insensato si no se tratara de Alemania. Porque el complejo incluye la Gran Sala de Conciertos de 2150 puestos, la Pequeña Sala de 550, una de 170, además de una Escuela de Música, componentes que de por sí demandan mucho espacio y tienen muy numerosas y complejas necesidades, a los cuales se les agrega un Hotel de 247 habitaciones, un edificio de 45 apartamentos de lujo de entre 100 y 300 m2, terrazas-miradores de acceso público y comercios, todo sobre un estacionamiento, depósitos, accesos, los servicios del escenario y una larga miscelánea de otros servicios que se ocultan detrás de las paredes de ladrillo de lo que fue un almacén de productos de exportación (conocido como el Keispeicher) construido originalmente en 1963, cuyas fachadas debían (no lo sé bien) ser conservadas.
Herzog y De Meuron deciden envolver esa compleja suma de espacios con un corsé, curtain-wall de 16.000 m2 de cristal especial, aislante, insonorizado, con piezas de 2.30 x 3.35 m. (todo es de especial alta tecnología en el edificio), que la unifica en un solo volumen de superficies lisas y convierte, como dice la presentación oficial de la obra, en una corona de cristal para la ciudad. Y cuando uso la palabra corsé estoy conectándome con la observación crítica de Luis Kahn sobre el Edificio Seagram de Mies, al cual comparó con una dama encorsetada.
Las superficies del corsé, que ascienden desde el perímetro trapezoidal de la planta produciendo un volumen prismático, se unen con el techo ondulado compuesto por secciones de esfera conectadas entre sí, sin que exista una clara y legible transición entre ambas superficies (¡recordemos a Frank Lloyd Wright!). Se escondió cualquier señal de los elementos estructurales que salvan las luces entre apoyos percibiéndose una simple línea en la zona de contacto, lo cual acentúa una sensación de corte abrupto e inesperado. La trayectoria del corte hace suponer a primera vista que se sigue el perfil de una estructura en suspensión, pero el soporte del techo es un sistema de grandes cerchas metálicas.
Pronto se revela que ha prevalecido la intención de lograr una continuidad entre techo y paredes para extender el corsé con otro material y así envolver todo el conjunto: se trata de un ejercicio formal, un rasgo muy notorio, incómodo, del edificio, que suscita preguntas, que mueve a las conjeturas.
Es obvio que una de ellas es que se quiso lograr un volumen unitario. Se puede ver el volumen como una corona con picos y joyas (los distintos tipos de cristal se leen como engastes), lo cual explica la cursilería de llamarlo corona de cristal. Pero propongo otra que para mí es igualmente obvia, el deseo de atraer la Gemütlichkeit, la cordialidad de ocasión propia de los alemanes (la cual por cierto mi madre heredó), rasgo social que ha sido y es blanco constante de ironía, haciendo alusión a las ondulaciones del techo de la Berliner Philarmonie (1963) de Hans Scharoun (1893-1972). Se trata de una “cita” de uno de los emblemas arquitectónicos más preciados de Alemania, de ornamentar à la Scharoun para halagar y a la vez se logra lo más buscado por la arquitectura del espectáculo, lo insólito, lo curioso, lo inesperado.
Una lectura más detenida (acompañada de un reexamen de la Berliner Philarmonie) nos afirma la idea de que la ondulación superior es vestidura, disfraz. En efecto, la concavidad externa del techo de la Berliner Philarmonie (lo podemos apreciar en las secciones e imagen que muestro) a la cual se debe la ondulación en la parte superior de sus fachadas, es consecuencia directa de la intención de crear dos superficies convexas (exigencia acústica) hacia el interior de la sala con su máxima altura en el eje central mediante dos plafones suspendidos que configuran el interior en el sentido largo. En la Elbphilarmonie se plantea una situación similar sobre la sala, que está ubicada en la parte central haciendo de núcleo del conjunto, pero no en el resto, en dirección a las fachadas donde están los volúmenes del Hotel y los apartamentos, con estructuras y volúmenes diferentes, geométricamente autónomos, y con otras exigencias internas, características que harían lógica e incluso necesaria la fragmentación. Pero esa opción está muy distante de la manera de trabajar de los arquitectos, a partir de la cual establecieron su firma, el sello que se les pide en sus trabajos. Se deciden entonces a favor de la vestidura, estableciendo con ello el parecido de familia con Berlín.
Hay desde luego aquí un deseo de imitación, se ha tratado de adornar, de ornamentar, intención radicalmente ajena a la que determinó la solución original, consecuencia de necesidades. Lo cual explica el por qué la señora de Berlín no ha perdido actualidad en medio siglo, mientras que la dama joven vestida a la última moda en Hamburgo, envejecerá apenas deje de ser la última sorpresa.
Espacio interior del auditorio sede de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Hans Scharoun, 1963.
El tejido del corsé, como ya se ha dicho, es de cristal. Pero no era posible para arquitectos como los que comentamos (lo supongo) darle a todo el conjunto el mismo tratamiento de un edificio de oficinas. No podía ser un Curtainwall más, había que darle otra apariencia y para eso tenían el recurso de la altísima tecnología alemana o europea. Lo perforan con sutileza sin que se note demasiado, para marcarlo (son los engastes de las joyas de la corona), para dejar señales que en alguna medida identifiquen lo que está detrás. Surgen así diversas grafías embebidas en el cristal (la grafía en el cristal laminado es un recurso usado desde los tiempos de Basilea por Herzog y De Meuron) cuyas características sólo podemos intuir con la información fotográfica disponible, que se leen desde fuera como marcas un tanto extrañas en la de otro modo tersa superficie de cristal. En el caso de los apartamentos la interrumpen con un curioso artefacto en forma de Y griega sinuosa, tal vez de metal (¡alta tecnología!) cuya aparente función sería la de dar la ilusión de balcón (ver imagen). Y en el caso de los demás ambientes probablemente se trate de variaciones en la transparencia o el color del cristal siguiendo determinados diseños análogos a la trayectoria de la Y griega. Se configura así una suerte de textura que no por ser high-tech deja de tener un toque kitsch.
Y queda en pie la pertinente pregunta de por qué no se utilizó el cristal específicamente en los lugares en los cuales la vista o la búsqueda de luz natural exigían transparencia, en lugar de optar por una piel continua, si se está en un punto costero rodeado de un mar barrido por el viento, que suave o muy intenso en los frecuentes tiempos de borrasca de esos mares fuertes del Hemisferio Norte, arrastra gotas de agua salada que al evaporarse dejan su persistente marca en la extensa superficie. Cualquier cosa que se construya en ese lugar está sometida a condiciones parecidas a las de un barco (el edificio se presta a esa analogía: las paredes del Keispeicher serían el casco y lo demás una superestructura como la de los grandes cruceros de hoy que por otra parte tienen usos parecidos a los de este conjunto) aunque es altamente improbable que se decida envolver un barco con una piel de cristal. Reinan en ese sitio pues condiciones ambientales que exigirán un costoso mantenimiento, permanente, con lo cual el acristalamiento generalizado parece un tour de force que sólo puede explicarlo el exceso de dinero disponible y el horror a la fragmentación visual (o constructiva) propia de sus arquitectos.
Y si se respondiese que se trata de cristales especiales, como en efecto lo son, la nueva pregunta que surge es, aceptando ya los altos costos, por qué la cerámica, que como veremos se utilizó extensivamente en el interior de la Gran Sala de Conciertos, no fue considerada para los sectores ciegos de las fachadas, material que respondería mucho mejor a las exigencias ambientales y podría utilizarse como oportunidad plástica en condiciones excepcionales y a una escala inédita.
Recubrimiento de “paneles fotovoltaicos” en la cubierta del edificio como expresión de la “sostenibilidad” de la instalación cultural. Elb Philarmonie. Herzog&DeMeuron, 2017.
Aquí se hace evidente una vez más que en estas arquitecturas, la tan mencionada sostenibilidad no es más que un lema de ocasión. Porque este es un edificio enchufado, con un altísimo consumo energético. Si bien es cierto que en el techo se ubicaron unos grandes platos con células fotovoltaicas (ver imagen) resulta claro que con ellas se producirá sólo una mínima fracción del consumo total. Que comienza con el esfuerzo para entrar, porque para superar los casi cuarenta metros de desnivel (11 pisos), la altura del Keispeicher, es necesario usar ascensores o una escalera mecánica de 85 metros de largo de fabricación especial, de trayectoria curva en el sentido vertical (ver el 3D), ex-profeso de baja velocidad para facilitar según los arquitectos la contemplación de las paredes de iluminación especial del túnel por el cual se circula. Pese a dos pozos de luz practicados en el eje central, depende de la luz artificial en altísimo grado, y funciona en su totalidad con climatización artificial.
Cabe preguntarse si podrá funcionar en tiempos de vacas flacas que siempre acechan.
Antes de hablar de la Sala de Conciertos tiene sentido hacer algunas consideraciones sobre un aspecto importante que ocupó el debate en los tiempos iniciales del Movimiento Moderno y que aún se sostiene, el de la relación entre el público y el escenario. Se insistió mucho en la necesidad de superar en las nuevas Salas de Concierto la disposición tradicional que algunos han llamado a la italiana, es decir, los asientos frente a la orquesta dentro de un espacio generalmente de planta rectangular. Se hizo preferente en muchas de las salas construidas entre los cincuenta y los ochenta del pasado siglo la disposición en abanico amplio que sigue un trayecto semicircular pronunciado, o tipo arena, esta última muy común en las Salas de Teatro de hasta 400-500 espectadores. Pero ya desde los tiempos de la propuesta de Walter Gropius para su muy divulgado Teatro Total, de 1927 (una sala transformable nunca construida), uno de cuyos arreglos rodeaba la orquesta con el público (ver imagen), empezó a plantearse la posibilidad de tener público detrás, o incluso alrededor de la orquesta. Se especuló mucho al respecto pero en general los grandes teatros se siguieron construyendo según la disposición en abanico o rectangular con gradas en semicírculo.
Sin embargo, la intención de rodear la orquesta cobra fuerza cuando se sobrepasa la cifra de 1500-1800 espectadores (2200 en el caso de la Elbphilarmonie), para evitar la excesiva distancia entre los últimos puestos y el escenario. Objetivo que nuestro Villanueva logra sin recurrir a esa opción en el Aula Magna de la Ciudad Universitaria (2600 asientos, 1950-52), con el recurso de abrir mucho el abanico (ver planta y corte). Logra una distancia aceptable desde la orquesta hasta los asientos más lejanos, mientras conserva el principio de los espectadores agrupados en bloque, en una suerte de proximidad pasiva que favorece la noción de coincidencia de iguales en el disfrute de la experiencia musical.
Pero Hans Scharoun insiste en rodear la orquesta cuando unos siete años después del proyecto de Villanueva en 1957 gana el concurso para la Berliner Philarmonie, una sala de 2440 asientos. Él había escrito acerca de la necesidad de la interrelación entre los espectadores para lograr una suerte de comunión en torno a los ejecutantes, y ya en los primeros esquemas para Berlín (ver imagen) se observa su intención de agrupar los asientos en torno a la orquesta. Logró finalmente un compromiso entre la disposición en abanico y esta idea inicial. Digo compromiso porque en la versión final del proyecto hay sólo 200 asientos detrás de la orquesta y en los costados inmediatos alrededor de 400, mientras los otros 1800 están frente a ella en la forma tradicional, pero en abanico amplio y en sectores y niveles diferentes, aspecto este último que revela el problema de esta organización: la fragmentación del público, lo cual hasta cierto punto es contrario a la idea de comunión y cercanía (ver imagen). Por otra parte, esa fragmentación de los espectadores en balcones independientes y en distintos niveles, le imprime un dinamismo, un movimiento visual a la audiencia que conspira contra el silencio psicológico (como lo llamaba Luis Kahn) que se le exige a ese espacio para colocar en el primer plano la atención a la orquesta.
De todos modos la Berliner Philarmonie se constituyó al terminarse en 1963 en el primer ejemplo de esta nueva forma de arreglo entre público y orquesta, bautizada por los ingenieros acústicos de habla española como en forma de zurrón (mochila) aludiendo en sentido figurado al público como una envolvente, un envoltorio. Y desde entonces se ha convertido para muchos en un modelo a seguir. Es el modelo usado en la Elbphilarmonie.
Diseño interior de la gran sala de conciertos. Elb Philarmonie. Herzog&DeMeuron, 2017.
Pero antes de seguir no está demás advertir que la disposición tradicional en las salas de no más de 1800 puestos se sostiene por sus propios méritos. Un ejemplo de especial interés es la Musikverein de Viena, inaugurada en 1870 (1400 puestos, 280 adicionales en palcos laterales y 300 puestos de pie en balcones laterales y de fondo), (ver imagen) que tiene la particularidad de que en ella los asientos siguen la huella estrictamente rectangular de la sala (que no tiene pendiente sino que la orquesta está en un nivel más alto), un prisma perfecto con balcones laterales de muy poca profundidad. Disciplina geométrica que contribuye a hacer de los espectadores un grupo compacto, lo cual sumado a las pequeñas dimensiones y el recato nada monumental de las áreas públicas, a la estrechez de los pasillos que sirven a la sala favoreciendo el solapamiento de los espacios personales, produce un ambiente de intimidad muy favorable al goce musical. Y su acústica es impecable, motivo de elogio desde que se terminó de construir, gracias a razones que se han explicado de modo relativamente vago y que ocuparía mucho espacio detallar aquí.
El técnico acústico de la Elbphilarmonie es el ingeniero japonés Yasuhisa Toyota, personaje que tiene el rango de autoridad en el área gracias a su participación en el proyecto del Walt Disney Hall de Los Angeles (Frank Gehry) y en otras salas de importancia. Sabíamos de él cuando vino como jurado (¡!) a un Concurso en Caracas para un conjunto de Salas de Concierto, en el cual, según trascendió, influyó ante un limitado jurado burocrático (al cual se sumó demasiado fugazmente el arquitecto español Iñaki Abalos) para darle el premio a una sala tipo zurrón, su disposición favorita, de escasa justificación en este caso (1700 puestos).
Entre los múltiples recursos que propuso para entonar la sala de Hamburgo está el recubrimiento de la mayor parte de las superficies internas en paredes y plafones, con piezas de cerámica blanca de fabricación especial cuya superficie tiene unas muescas en relieve destinadas, según suponemos, a reducir el reflejo del sonido para controlar mejor los tiempos de reverberación. Las muescas varían por grupos de piezas y además siguen la curvatura del soporte (plafón o paredes), lo cual recalca que muchos de los materiales y sistemas técnicos empleados son de encargo, un alarde tecnológico que explica los altísimos costos.
Según declaraciones de Toyota que han sido publicadas, la acústica de la sala es perfecta. Pese a esa perfección, sin embargo, la sala es menos que interesante. Sigue, ya lo dijimos, (al igual que la sala de la Filarmónica de París de Jean Nouvel), el modelo zurrón de la Berliner Philarmonie pero sin la fuerza de aquella. Se trató de evitar el problema, que ya he comentado, de la fragmentación de la audiencia entre bloques separados por las masivas barandas y bordes estructurales, al conectarlos y unificarlos como cintas sinuosas que bajan y suben, recurso coherente con la intención unificadora a todo trance (también es así en la sala de París) pero estéticamente desafortunada, prima-hermana del empalagoso festival de cintas sobadas que es el Teatro de Ópera en Guangzhou, China, de Zaha Hadid.
Y lo sobado se continúa en el plafón superior, el cual ya hemos dicho que se cubrió de cerámicas especiales. Su curvatura busca el centro del espacio, donde se pierde en torno a una especie de agujero negro, del cual emerge algo como una gran corneta tapada con un extraño plato abombado que hace el papel de araña central, un guiño al siglo diecinueve.
Aula Magna de la Universidad Central de Caracas. Carlos Raúl Villanueva, 1953.
Y aterrizamos en esta tierra castigada por un orden político falaz que nos ha sumido en una situación de casi desespero, para preguntarnos qué puede decirnos la Elbphilarmonie. Qué nos dicen estos edificios que muestran sus pieles high-tech como las vedettes en la alfombra roja muestran sus vestidos haute couture.
En primer lugar, pese a todas las distancias económicas y técnicas, excitará la imitación, (tendencia evidente en los premios del Concurso venezolano que mencioné). Porque los países donde se hacen las cosas son necesariamente los imitados; la noción de centralidad vs. periferia es real: existen países centrales que irradian hacia las periferias sus experiencias (su cultura, según Kant) y lógicamente, desde las periferias se los imitará. Una cuestión característica de la arquitectura, o podría decirse del arte en general, salvándose de ello parcialmente, porque el idioma regula, la literatura.
Sabemos que nuestra profesión está constantemente influida por las imágenes en boga. En las escuelas de arquitectura tomar de la arquitectura internacional los modelos a seguir es siempre oscuro objeto del deseo. A muchos profesores los asalta una ansiedad de actualización que les resta discernimiento y atención hacia los valores propios. Los estudiantes por su parte se sentirán impulsados a hacer que sus propuestas se parezcan a la maravilla de Hamburgo. Así ocurre siempre en toda escuela de arquitectura, y así ocurrirá también en las de países como el nuestro.
Pero dejemos claro que en las periferias puede prosperar un relanzamiento de lo que se imita. He mencionado muchas veces lo que sobre ese fenómeno escribió en Velásquez Ortega y Gasset. Y ocurrió precisamente con la arquitectura latinoamericana inmediata a la Segunda Guerra que para Europa cumplió un papel de referencia. Lo que se construía del lado nuestro se vio como una maduración que allá se había hecho esquiva. Nuestra Aula Magna es un ejemplo de ello. Si uno compara la solución de sus paneles acústicos transformados en las nubes de Alexander Calder-Villanueva, con los paneles convexos de la Berliner Philarmonie, demasiado pequeños, muy separados, se da cuenta que aquí se logró algo muy superior (ver ambas imágenes). Una superioridad sorpresiva, es verdad, pero que demuestra las posibilidades que se abren cuando un creador nuestro tiene espacio para actuar y desarrollar sus intuiciones, sus conocimientos.
Al indagar sobre los arquitectos de la Elbphilarmonie, nos ocurre lo mismo que con todos los autores, sin excepción, de los edificios que en las últimas dos o tres décadas han llenado por su espectacularidad el espacio noticioso. Operan en un contexto que hace que sus puntos de vista, su modo de asumir la producción de arquitectura, sus perspectivas culturales, estén demasiado distantes como para que tengan algún interés duradero para nosotros, más allá de la curiosidad y el asombro, o el deseo de informarnos que todo despliegue de poder suscita. Su horizonte intelectual pareciera ser sobre todo el de su éxito personal, transformándolos en aprovechados empresarios de su talento que desdeñan lo que los distraiga de su ruta entre encargo y encargo para construir dentro de territorios conocidos, siempre asociados al dinero abundante. Están ensimismados en el edificio y sus prolongaciones inmediatas desinteresándose de ensanchar su comprensión del mundo. Ya olvidaron la búsqueda de universalidad que alimentó el impulso de apertura del Movimiento Moderno, del cual pese a todos los argumentos en contra, son descendientes directos. Son demasiado distintos de aquellos que consideramos nuestros maestros, que en una forma u otra según sus estilos personales nos mostraban un pensamiento que podía ser también nuestro. Sentíamos que nos hablaban a nosotros, no sólo a una clientela con sobrepeso económico, sino a jóvenes que querían hacer de la arquitectura herramienta de transformación o, al menos, instrumento para la ampliación de los derechos a una mejor calidad de vida realizable allí mismo en donde habíamos nacido, a grandes distancias de los centros de Poder, a pesar y por encima de las limitaciones. Pese a nuestra condición periférica pensamos, seguramente con ingenuidad, que éramos sus compañeros de ruta. Nos hablaron de una arquitectura para todas las circunstancias, no sólo las del privilegio y la abundancia de medios. Como plataforma para la vinculación entre lo diverso, no la de la auto-contemplación a la cual nos convocan estos edificios-vitrinas hijos del sobrevalorado efecto Guggenheim, que más que efecto es hoy recuerdo.
Maqueta del edificio de la Ópera Garnier de París. Charles Garnier, 1875.
Y el edificio mismo, esta inmensa Elbphilarmonie, es producto de unas condiciones económicas que en nuestra realidad actual son inalcanzables y nos obligan a guardar distancias para situarnos en terreno firme respecto a lo que podemos construir, quedando de nuestra parte además enraizar en nuestro espacio cultural, lleno de posibilidades extraordinarias como lo revela nuestra corta historia, un modo de ver y hacer arquitectura que supere las tentaciones de la simple imitación.
Quedará para nosotros entonces la corona de Hamburgo como un edificio más que podremos tal vez conocer de cerca, incluso disfrutar y admirar de él lo que de admirable tenga, pero que está muy lejos de tocarnos, de decirnos cosas útiles para nuestro trabajo inmediato, nuestro día a día. Estamos obligados sin embargo a examinarlo, casi podría decirse a diseccionarlo para, utilizando el símil de Pierre Boulez cuando hablaba de matar al padre (se refería a Schoemberg), sacarle lo que tenga en los bolsillos: utilizar lo que nos sirve, seguir nuestro camino llevando y asimilando lo que obtuvimos de su estudio. Actitud que en última instancia es la que siempre nos lleva a acercarnos inquisitivos a cualquier obra de prestaciones o dimensiones que nunca estarán a nuestro alcance.
No es evidentemente una obra que abre puertas, más bien las cierra, o debería cerrarlas. Pero aún así, por los recursos que consumió, por las técnicas que utilizó, por la perfección de los medios a su disposición, por la maestría de su ejecución, por su evidente monumentalidad que la hará reinar en el puerto de Hamburgo, será objeto de interés por muchos años, será desde luego orgullo de sus autores por encima de todas las reservas y las preguntas, algunas de las cuales he expresado en este texto. La arquitectura, el arte en general, tiene esa cualidad, queda intocado por las palabras que se dicen a favor o en contra, las resiste, las ignora en su permanencia obstinada en el tiempo. Si cuando entré muy joven por primera vez al Palais Garnier en París no hice sino despreciar arrogantemente todos los relumbrones del siglo diecinueve que en cierto modo detestaba y que aún me dejan frío, allí sigue incólume como es de esperarse, expresión construida de una visión de la arquitectura que ya murió, de un momento de la historia del poder económico y político universal. Tanto él, Garnier, la Elbphilarmonie y Herzog y DeMeuron ignorarán tranquila y justificadamente cualquier distancia crítica. Pero de todos modos digo lo que digo: no nos entusiasma, nos es extraña, no queremos (ni podemos) emularla, no habla con nosotros. Ni ella ni sus arquitectos entienden nuestro idioma, o nosotros el de ellos.